sábado, 19 de diciembre de 2009

Panacea



Ya verás,
las hojas en el aire pueden inquietar,
formas que se buscan,
pero en calma la noche ha de brillar,
tal vez...

Aprender,
que el alma es una piedra en algún lugar,
y mil veces las flores,
se marchan, renacen porque sí,
no se...

¡Ah! que será de ti,
no intentas ser así feliz.
Desesperando allí, al caer,
si todo se junta otra vez

En el mar,
donde las aguas ya no son hielo,
donde la espuma es siempre espejo,
o en el viento, que viaja sin parar
y vuelve.

Luis Alberto Spinetta

jueves, 5 de noviembre de 2009

La ciudad dormida

La ciudad dormida



Ese día, el reloj dio las siete y media. Los párpados de Ernesto se separaron de su rostro dejando en él un cúmulo de lagañas. Un líquido mucoso en sus ojos hacía que viera la habitación como detrás de un vidrio empañado. Cada vez que pestañeaba, la imagen del cuarto se desarmaba estrepitosamente. Llevó su mano derecha hacia los ojos para mejorar su visión, pero este simple acto le representó un esfuerzo extraordinario. Una insoportable pereza oprimía su cuerpo y lo paralizaba. Se dio vuelta como lo hacen los cachorros cuando esperan impacientemente la caricia del amo y así, con las piernas y brazos estirados, se desperezó aparatosamente.
Volvió a mirar el reloj y con un trabajo infrahumano se puso de pie. Cada movimiento de sus músculos le causaba un gasto de energía enorme. Quiso bañarse, vestirse, ir al trabajo, cumplir con su rutina diaria; pero no tenía fuerzas. Acostumbrado ya al peso descomunal de su cuerpo, sólo atinó a acostarse.
Desde la cama miró a través de la ventana.
-Afuera las cosas fluyen y yo tirado acá sin poder moverme- pensó afligido.
Mas eso era falso. Ese día nada había en la calle, ni un ruido, ni un auto, ni un hombre.
Ese día, el perpetuo motor inmóvil aristotélico que hacía avanzar a las almas se detuvo y éstas permanecieron estáticas, sin objeto alguno para seguir.
Ese día, la infinita dinámica irracional de la urbe se paró, dejando tras ella una espesa neblina de desazón y desidia.
Ese día, los espíritus se mostraron irresolutos y se preguntaron por qué la estúpida inercia, que el día anterior los había arrastrado hasta la calle, no podía arrojarlos también hoy.
Ese día, Buenos Aires no quiso levantarse.

Antonio Gashifé.